viernes, 15 de febrero de 2008

PROFANACIÓN

Estimados amigos católicos:

Saben que nunca me he comunicado con ustedes para debatir ni la fé , ni la religiosidad, pero me parece importante hacerles llegar copia, como una forma para comenzar a curar nuestra débil República, el escrito que el Rabino Bergman publicó ayer 11 de febrero en La Nación.

En él hace referencia a un hecho casi silenciado por la prensa, solo vi un suelto irónico y al socaire en el mismo diario, como fue la toma de la Catedral por Hebe de Bonafini, la cual incluyó hacer cualquier cosa en los aposentos consagrados - por Historia y por Fe- del templo mayor de la catolicidad en nuestro país.

Con afecto, y profundo respeto por la fe y el credo de cada uno les envío mi fraternal abrazo,

Isay
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La Catedral y los cómplices

La profanación de la Catedral Metropolitana no fue sólo perpetrada por quienes la tomaron, sino, sobre todo, por aquellos que sabemos y no nos sinceramos. Es la acción de algunos pocos pero, tanto o más, la omisión, el silencio cómodo y cómplice de quienes, viendo todo, no hacemos nada. Como la Catedral, la República está siendo profanada. Quienes abandonamos lo público en el refugio seguro de lo privado, lamentaremos, cuando ya sea tarde, no habernos consagrado a la ley como el límite que sostiene no sólo el orden constitucional, sino también las garantías cívicas, que son la expresión jurídica de la dignidad que resguarda los derechos humanos. Consagrar es una acción terrenal, social, cultural y colectiva que no sólo es patrimonio de la experiencia religiosa. La religión, en cuanto institución, designa tiempos, espacios, símbolos y rituales para hacer sagrado con otros, es decir, con-sagrar en lo terrenal su vínculo con lo celestial. Los creyentes, en nombre de lo divino, revelamos lo humano. Aquello que la religión instituye en la libertad de conciencia, en nuestra sociedad lo establece la Constitución de la Nación. Consagrar los límites es una experiencia propia del Estado de Derecho, que da garantías a la libertad de todos y no para ejercerla según la visión de algunos, que profanan los límites para imponerse en la pre-potencia de lo concedido y no en la potencia del contenido de lo que se reclama. Podríamos decir que este principio nada tiene de extraordinario en una sociedad democrática y con un sistema vigente, donde la ley es el límite. No es nuestro caso en la Argentina de la sociedad anónima, que no es sólo una figura apta para los negocios que se van haciendo con lo de todos para pocos, sino un abismo en el que se quiebra la empresa de ser el país que nos debemos. Cuando en forma reiterada y cotidiana se violenta la ley, se profana el límite, vaciándolo de su valor sagrado. Hace unos días, la Catedral Metropolitana fue profanada. Siempre imaginé, como rabino, que debía estar atento a reclamar por la profanación de nuestras sinagogas o cementerios. Nunca que deberíamos hacerlo por la del templo emblemático de la Iglesia Católica argentina. El cardenal Bergoglio siempre resalta que, en el frontispicio de la Catedral, está la imagen de José y sus hermanos en la reconciliación y el encuentro. Deberíamos insistir en esta narrativa bíblica, para reencontrarnos los argentinos en un abrazo fraterno. Sin olvidar el pasado trágico, es en nombre de la verdad, la justicia y la memoria que debemos hacer de la ley un templo sagrado, ya que es la expresión formal del valor espiritual de los derechos humanos. No queremos olvidar el pasado, pero queremos partir de él y, a partir de él, acceder al presente, que anticipa el futuro de un abrazo donde todos los argentinos seamos familia. Cuando uno vive en el Estado de Derecho no requiere reivindicar los derechos humanos, sino cumplir con la ley donde están resguardados y garantizados. Al mismo tiempo, los derechos humanos no son ni de izquierda ni de derecha, sino de la ley, la Constitución y el orden republicano, en los que las instituciones, y ya no sólo los movimientos, son los protagonistas exclusivos de su vigencia. La dignidad de lo humano es la raíz del derecho. Ningún derecho puede reivindicarse torcido. En este caso no fue la lucha histórica de la madres, que sostenemos y acompañamos durante décadas, sino la particular forma de hacer política de una de ellas la que lideró la irrupción en la Catedral, ámbito sagrado de lo religioso, para reclamar partidas presupuestarias. No es mi intención abrir una polémica sobre los fondos, pero sí reflexionar sobre el fondo de la cuestión, que es preguntarnos si uno, por aquello que cree sagrado para su causa, se encausa y desborda en profanación de lo que es sagrado para otros. Nada puede justificar la desproporción de ingresar en la Catedral para tomarla como rehén de un mecanismo de extorsión, a cuenta de la profanación de aquello que, sabiendo de la sensibilidad de su proyección, pretende sólo dañar. Lo paradójico es el silencio masivo frente a este hecho que, público y notorio, fue rápidamente disimulado y silenciado. Si se hubiera realizado la misma acción de presión ingresando en una sinagoga o en una mezquita o algún otro templo de cualquier confesión, sé que la reacción hubiera sido inmediata, masiva y de repudio. La Constitución da claras garantías para expresar y reclamar. Hay ámbitos públicos donde cada día se ocupan las calles y se reclama, por lo que cabe preguntarnos el motivo de hacerlo en la Catedral. Pero no sólo la Catedral es profanada, sino también los límites sagrados de la ley, donde los derechos de unos no pueden imponerse para violentar los de otros. Ya sea como en este caso, de ingresar en la casa del otro y degradarla en su dimensión sagrada, como en lo público, que es de todos y se profana para que sea tomado cautivo como propiedad de algunos. Las calles, las rutas y los puentes deberían volver a consagrarse como espacio de todos, donde la libertad de transitar, llegar a trabajar, a estudiar, vivir en libertad no son un reclamo de la derecha, ni una reivindicación de la izquierda, sino del derecho universal para que se cumpla el límite sagrado de hacer valer los derechos de uno sin violentar los del otro. Convivir es vivir con los demás en este vínculo sagrado del límite que propone la ley. Consagrar lo profanado es hacer un templo de este límite que, como santuario, nadie pueda vulnerar. La ley es la catedral de la república. No debemos dejar que se confunda -a pesar de la demagogia y la manipulación mediática- este legítimo orden cívico con autoritarismo; que se equipare el hacer cumplir la ley con la represión; ejercer autoridad, con abusar de la fuerza; establecer seguridad jurídica y física como garantía constitucional, con la apología o el fantasma de las fuerzas de seguridad usadas como el único resguardo para hacerlas valer. Son nuestras instituciones republicanas las que hacen de catedral de la ley sagrada, que, sin ser perfectas, son nuestra garantía de vivir en civilización y no en barbarie. Instituir república es una construcción social, cultural y colectiva, que nos hace pertenecer a esta sociedad de derechos y obligaciones, donde no sólo tenemos derecho a reclamar, sino compromisos que asumir. Cuando se trata de con-sagrar la ley como límite, estaremos haciendo sagrado lo profano. Acción sagrada que es, en este campo de la transformación política, un desarrollo de la espiritualidad cívica. Por ello, aun quienes somos creyentes, no le pedimos al cielo, sino que, sumados a todos los argentinos, hombres y mujeres de buena voluntad que habitan el territorio nacional, que no sólo habitemos, sino que comprometamos nuestras manos y corazones aquí, en esta bendita tierra, todo aquello que debemos ser y hacer para vivir en la paz y el amor de este santuario de todos, que es el país. Cuando nuestro país ya no sólo se habite como condominio, sino que se instituya en construcción ciudadana, desplegando, en el marco de la ley, el poder de las acciones políticas y cívicas, volveremos a caminar hacia ésta, nuestra tierra prometida, consagrada en la Constitución y sus instituciones como nuestra Nación, tan República como la Argentina.

El autor es rabino de la Asociación Israelita de la República Argentina.